Insultar a un Rey es el resumen de todas las formas de bajeza y en el caso del independentismo catalán es además la mayor demostración de su falta de inteligencia. Si el expresidente de la Generalitat Jordi Pujol cuidó con especial cariño su relación con el Rey Juan Carlos, e hizo del posibilismo autonomista el fruto de un arte muy rentable, los actuales gobernantes de la Cataluña más cateta y provinciana de todos los tiempos insisten en hacer el ridículo de todas las maneras posibles y de ponerse la negociación política cada día un poco más difícil.
Mas, Torra y Puigdemont, en su desorientación absoluta, han pasado de insultar a Felipe VI a pedir que se disculpe, y de llamarle poco menos que fascista a pedirle que interceda en su favor ante el Gobierno. A veces cuesta saber qué gana en la carrera independentista, si la ilegalidad o la estulticia. Tras demostraciones como las de ayer, Pedro Sánchez ve claramente reducido su margen para tratar de desencallar la situación política en Cataluña, en tanto que cualquier concesión al independentismo podría entenderse como un aval a los que desprecian la democracia española -su propia democracia- y sus símbolos, que por supuesto también son los suyos.
Si como Pujol, el independentismo de hoy estrechara el vínculo con el Rey y observara la formalidad institucional, tendría más opciones, y más dignas, para superar el callejón sin salida donde se encuentra, pero es difícil que cuaje cualquier reflexión elaborada en un contexto de tan poca inteligencia. El papelón de estos últimos días de Torra en relación a la visita real ha sido tan patético como que Puigdemont declarara la independencia sin tenerla preparada, porque no pudo resistir la presión de cuatro histéricas. Más que irritación, produce curiosidad antropológica asistir al espectáculo de ver cómo el independentismo opta siempre por la vía que más puede perjudicarle. Es lo que Clinton dijo de Arafat: que no perdía ninguna oportunidad de perder una oportunidad.
El presidente Rajoy y la Justicia devolvieron la legalidad a Cataluña y desde entonces la Ley se observa con escrupulosidad, que es lo fundamental. El sentido común es más difícil de recuperar, pero la realidad es el mayor enemigo de un loco; la realidad lenta pero tozuda, a veces escondida pero que siempre está y ante la que todos acabamos descubriendo la exacta medida de nuestra mediocridad...http://www.abc.es/
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