Pero luego llega el pueblo, la desobediencia con su forma, con su autocar. La épica pisoteándonos los parterres de la Diagonal. La libertad en camiseta. Una Barcelona que por pijería o por dejadez pudo simpatizar con el secesionismo regresó con estupor al orden cuando el lunes vio de qué estaba hecho. Un ejército amarillo de riñonera y bocadillo nos recordó el peligro de la turba cuando se junta. No hay ética sin estética y no al revés. En la ciudad los conceptos son la gimnasia del cerebro y es culto jugar con ellos como si fueran pompas de jabón. Hasta que desembarcan las hordas con su piel durísima del interior, con su tormenta que hace días que no ha visto el sol.
La Barcelona que importa tuvo el lunes su contacto con la rugosidad precosmética que está a punto de abrazar. Dieta rica en legumbres, generosa porosidad. Lo que fue coquetería se volvió cavidad y las exaltaciones se tradujeron en pliegues y humedad. Las oscuras miradas de los que todavía temen al lobo anunciaban un nuevo paradigma, una nueva tonalidad. Bermuda, mochila y sandalia son una unidad de destino en lo universal. Forma de todo, espíritu de nada. Democracia asilvestrada. Los ricos de pueblo pagan siempre en efectivo: ni Hacienda -y en eso son admirables- les ha podido domesticar. Es la fiesta de los instintos, de una sensualidad sin metáfora y a los esfínteres relajados les llaman naturalidad. La independencia de Cataluña tiene textura de algarroba y sabe a hiel de jabalí. El lunes bajó a Barcelona con sus botas y su fertilizante. Todavía huele a oveja en mi ciudad.
El independentismo tiene en el pueblo su forma de concretarse y en el pueblo toma cuerpo y por lo tanto moralidad. Por este orden y con esta irreversibilidad. El lunes lo vimos desfilar por las calles de la ciudad, nosotros que tan preocupados estábamos por los tanques que España nos pudiera mandar.
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MRF
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